Duelos Terapia Transpersonal

Cómo superé mi mayor duelo

Cuando era adolescente escuchaba mucho a Serrat porque mi hermana mayor siempre nos despertaba poniendo, a todo volumen, la casete que le había grabado su novio.

Decía Serrat: “si yo pudiera unirme a un vuelo de palomas y, atravesando lomas, dejar mi pueblo atrás, juro por lo que fui que me iría de aquí…”

Creo que los duelos más importantes de mi vida se produjeron cuando, de una forma u otra, tuve que dejar mi pueblo atrás.

Los duelos de la paloma

Creo que el papel rayado que era mi vida se plegó sobre sí mismo cuando, a los 12 años, mis padres decidieron dejar mi pueblo atrás para mudarnos a Cáceres

Fue una mudanza triste. Nuevo colegio, nuevos amigos. Pero tenía un cine al lado de casa.

Años después, el papel en blanco que era mi vida se rompió en dos cuando, a los 21, decidí dejar Cáceres atrás para venirme a Madrid.

Esta vez fui yo quien tomó la decisión, aunque no fue un salto al vacío, pues tenía una red con forma de beca. Vine de becario para trabajar en una empresa pública.

No hubo papiroflexia en esta ocasión. De los 12 a los 21 había perdido ya esa flexibilidad mental para doblarme de nuevo sin romperme.

Esa ruptura geográfica también produjo desplazamientos tectónicos internos.

Recuerdo bien las lágrimas cuando el coche de mi cuñado (ése que grabó la casete a mi hermana), me alejaba de esa ciudad que tanto había odiado por parecerme provinciana y estrecha (ya veis, siempre enjuiciando el obstáculo).

Al principio no entendía cómo el logro de un anhelo podía producirme tanto dolor, pero sabía que estaba siguiendo una estrella, como diría mi amiga Virginia.

Aún no había comprendido que crecer duele.

Eso ya lo sabían mis células desde que me salieron los dientes, pero mi mente solo veía el plato roto.

Creía que era más fuerte.

No sé de qué manera mis raíces se enfrentaron a esta nueva tierra llamada Madrid.

A los 21 ya me gustaba observarme desde fuera. Me recuerdo mirando mi reflejo en las puertas del metro yendo a trabajar. Aquel era mi cuerpo abriéndose camino en las tripas de esta gran ciudad. La primera ciudad grande para alguien tan chico.

Creo que me ayudó en el camino la identificación con un personaje que yo no era en realidad, un aventurero, un explorador, no sé, Virginia, ¿un mago?, pero no era lo que yo esperaba de mí.

Tal vez era el instinto de supervivencia o el vértigo de mi recién adquirido libre albedrío, la consciencia de que podía gobernar mi vida.

Tenía un sueldo y me sentía un pequeño gran hombre. Lo que para mí había sido un techo alto e inalcanzable cuando estudiaba en Cáceres, se había convertido, de repente, en un suelo que me sostenía, un enorme jardín donde los senderos se bifurcaban a cada paso.

Libre albedrío. No estaba entrenado para elegir y mucho menos para decidir, solo para seguir un camino con renglones rayados, pequeñas marcas para un niño con gafas que sacaba buenas notas.

Recuerdo bien aquella primera compra en un supermercado, un domingo por la tarde, como el pistoletazo de salida de las nuevas decisiones de mi vida. ¿Qué tipo de leche comprar? Era la ilusión del descubridor lo que me movía. Me compré una taza amarilla con dibujos rupestres prehistóricos.

Luego, cuando llamaba a casa, mi madre y sus navajas de llanto me destrozaban entero y salía de la cabina de teléfonos derrotado y cansado por el esfuerzo de mantener un paraguas de euforia bajo aquel mar de lágrimas.

El héroe en la cabina de teléfonos

Recuerdo un día de las primeras semanas de febrero de 1988.

Buscaba piso para compartir. No conocía Madrid. El plano del metro era mi ADN geográfico. Cada lugar era nuevo.

A finales de los 80 era muy estresante buscar piso en Madrid. Había mucha demanda y muy poca oferta inmobiliaria y en los castings para ser aceptado en alguno de aquellos pisos compartidos, a veces nos juntábamos hasta diez personas: Llama mañana para saber si has sido elegido.

Luego era desolador escuchar como ya estaban alquiladas, una tras otra, todas las habitaciones que había marcado en mi periódico Segundamano.

Una vez, buscando una dirección aparecí en mitad de un descampado y se puso a llover con fuerza divina.

No podía meterme en ningún sitio y me refugié en una cabina de teléfonos aislada entre dos carreteras.

Estaba tan triste que me puse a llorar.

El agua caía con fuerza. Los coches pasaban a mi lado y no se veía un alma. Fui consciente de mi soledad en aquella cabina.

El explorador se había ido dejándome perdido en aquella jungla madrileña.

Poco a poco me fui hundiendo, pero fui sintiendo.

Solo pensaba en mi casa de Cáceres y estaba en una cabina de teléfonos.

Yo era la pequeña cerillera del cuento de Ándersen. Solo tenía que encender una cerilla para calentarme, bastaba marcar un teléfono para escuchar la iluminada voz de mi madre desde el cielo del hogar.

Descolgué el auricular, busqué las monedas en el bolsillo empapado de mi pantalón, pero no marqué la clave de seis cifras.

No podía hacerlo.

No lo hice para que mi madre no me escuchara llorar.

Quería ser valiente y consecuente con mi elección de salir de Cáceres. Pero ser consecuente no me curaba la herida. Me derrumbé. No podía parar de llorar.

Entonces mi mente no sabía que solo la cerilla interior, de la que creía carecer, podía iluminarme, pero creo que mis células sí lo sabían.

Esperé dentro de la cabina un rato y cuando la lluvia terminó ya había dejado llorar. Salí de la cabina triste, profundamente azul, pero con una sospecha de transformación.

En mi pecho había comenzado a dibujarse un signo que solo muchos años después he podido descifrar: una gran S roja.

Yo no era un pájaro, tampoco era un avión, era un héroe super, con capa roja y supervisión. Era SuperJavier.

Y, ahora, aquí y ahora, cuando cierro los ojos y bailo al borde del tejado, os juro que puedo volar.

¿Cómo me enfrento al duelo de los otros?

Hablando de eros y tanathos, esa hermandad de aparentes contrarios (decía Javier Corocobado que Vida y Muerte son lesbianas) recuerdo hace unos años que me encontraba hablando con una amiga sobre su duelo y su pérdida, pues acababa de sufrir un aborto involuntario.

Yo ya había leído con detenimiento algún libro sobre los duelos y había hecho conciencia de aquellos errores que solemos adoptar ante las pérdidas de los demás.

Pero la atención es el buril de la memoria, y mientras hablaba con Sofía no me daba cuenta de que había olvidado lo que ya creía sabido.

No era capaz de observar como rechazaba las emociones negativas de rabia que Sofía, desde su más luminosa honestidad, me estaba transmitiendo.

Yo le decía que no podía derrumbarse porque nosotros, sus amigos, íbamos a sostenerla.

Entonces apareció Sara, y revoloteando como una Campanilla de un Peter Pan inconsciente me dijo: “No importa que Sofía se caiga, porque si lo hace puede levantarse de nuevo”.

Gracias Sara, desde el País de Nunca Jamás.

Gracias Sofía por permitirme ver y tocar esa luz de tus ojos en nuestro primer encuentro. Gracias por dejar mirarme de nuevo en ti cada vez que te abrazo.

Creo que esta actitud mía era una negación del dolor sufrido por presenciar el dolor ajeno.

En mi caso, y como otras actitudes similares etiquetadas de masculinas (y no estoy hablando de géneros) prefiero resolver antes que empatizar.

Me ha llevado tiempo comprender que la compañía o la escucha, por si solas, son más sanadoras que aconsejar o mostrar soluciones.

El dolor está más relacionado con el corazón que con el cerebro, pero saber cuándo renunciar al intelecto, que resuelve y ejecuta, requiere también mucha atención.

Esa actitud también me la descubro cuando veo a alguien viviendo su propio safari emocional sin cartuchos en la escopeta.

Enseguida quiero prestarle mi munición.

Ahora sé que cuando ofrezco mi rifle estoy pensando en mi antes que en el otro, y que es probable que el otro quiera estar solo o sola en ese enfrentamiento con sus queridas anacondas en el fango.

Cuando te resistes a soltar a quien te ha dejado

Duelo Terapia TranspersonalMaría, me encanta tu casa, me encantan tus cuadros y tu dormitorio. Pero no sé si te has dado cuenta de que, después de diez años, aun tienes la casa llena de fotos de tu marido. Me siento observado por él cuando estoy contigo. Y no son las fotos, sino que esa mirada de Arturo, con esas gafas que seguro aún guardas también, llena de ausencia tu propia mirada y el sofá en el que te sientas.

Cantaba Bob Dylan que la muerte no es final. A veces pienso que quieres llevarle la contraria al artista. No me mires con esa cara, María. Ya sé que para ti no existe otra vida. Solo quiero invitarte a ver la película completa de tu vida con Arturo. Que a ti te encantan los tráileres de las películas, y luego cuando salimos del cine me dices, indignada, que creías que la película era otra cosa. Y parece que solo recuerdas los diez mejores minutos de tu vida con Arturo.

Vamos a ver la película entera ahora si quieres. Vamos a dibujarla sobre una larga línea temporal. La mesa es grande, ahora solo estamos tú y yo y podemos pegar tantas hojas como larga quieras que sea esa línea de tiempo que tú has condensado minuciosamente año tras año.

Ahora puedes decirle todo lo que no pudiste decirle cuando estaba contigo. Te puedes disculpar por aquellas cosas que hiciste y que sabes que le hirieron. No me mires así. Recuerda por ejemplo aquella entrada para el Real que te regaló y que le rompiste delante de las narices. Ahora puedes disculparte. Dibuja ese día con rotulador rojo. Sí, sí.

Recuerdo cuando se negó en rotundo a ir a los Alpes a la boda de Luisa, la que era entonces tu mejor amiga. Dibuja ese día con el mismo color. Perdónalo por aquello. Oye, oye, no me mires como si fuera un cura, perdonar solo es permitirte dejar de sufrir por aquella afrenta. Que Luisa se enfadara y que ya no quisiera cuentas contigo es un asunto de Luisa. Acepta que no quisiste ir sin tu marido a la ceremonia, pero no le culpes a él por haberte quedado en casa. Él solo te dijo que no te acompañaba, fuiste tú quien decidió quedarse en Madrid.

Apunta también cada uno de los momentos grandes y luminosos de vuestra convivencia. Cada amanecer dorado en sus brazos, cada beso que te daba creyéndote dormida antes de irse a trabajar.

Dile ahora cuanto lo amabas en esos momentos, lo feliz que te hacía en todas las ocasiones en la que te callabas ese goce que él te hacía sentir. Díselo, no te calles nada. Suelta la gratitud.

Y antes de terminar el dibujo escríbele una carta con todo lo que has sentido mientras veíamos la película.

Y luego cierra ese libro que leías con tu marido para siempre.

Me voy porque se hace tarde. Te dejo sola con Arturo. No olvides despedirte. Cuando termines tu carte dile Adiós, no Hasta mañana, que te conozco.

Dile con amor que tú también te irás, pero que aún te queda un poco tiempo para estar aquí.

Esa es una carta de recapitulación y cierre de tu actual relación con tu marido.

La semana que viene, si quieres, puedes leerme la carta.

Gracias por escucharme.

Ubuntu!

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