Recuerdo bien aquella novela infantil de Michael Ende llamada Momo, pero que leí ya de adulto cuando tenía 18 o 19 años. Momo era una niña huérfana que vivía en las ruinas de un anfiteatro y que sabía algo que pocos saben: escuchar. Descubrir que escuchar podía ser más importante que hablar fue un descubrimiento grande para mí en una época en la que las palabras huían de mi boca.
Como el subconsciente no diferencia el símbolo de lo real, esta semana mientras leía un artículo sobre la escucha, Momo me ha visitado de nuevo. Entonces he querido buscar aquellas palabras de Michael Ende que leí hace 30 años:
Momo sabía escuchar de tal manera que a la gente tonta se le ocurrían, de repente, ideas muy inteligentes. No porque dijera o preguntara algo que llevara a los demás a pensar esas ideas, no; simplemente estaba allí y escuchaba con toda su atención y toda simpatía. Mientras tanto miraba al otro con sus grandes ojos negros y el otro en cuestión notaba de inmediato cómo se le ocurrían pensamientos que nunca hubiera creído que estaban en él
¿Qué tiene Momo que recordarme ahora, tantos años después? Tal vez que para escuchar no hacen falta oídos. Momo escuchaba con sus grandes ojos negros del mismo modo que el terapeuta transpersonal escucha con su corazón.
Mi, Me, Momo
Sin embargo nos cuesta no hablar después de una experiencia terapéutica. Por ejemplo, después de una constelación familiar las palabras brotan de nuestra boca como ladrillos que quieran tapar de nuevo esa falsa puerta que hemos descubierto durante el movimiento sistémico. Creemos que para comprender hay que verbalizar, sin embargo hablar puede contaminar el alma mientras que el silencio permite que el alma se exprese.
Recuerdo un capítulo de Sexo en Nueva York donde Charlotte visita a un terapeuta acupuntor para poder quedarse embarazada. Después de ponerle las agujas la deja sola en la habitación y le pide que se concentre en el silencio. Ella, después de un rato, lo llama para decirle que es imposible concentrarse en el silencio con todo el ruido que viene de la calle. Entonces el terapeuta le responde que el ruido que ella escucha solo procede de su interior.
Siempre me ha gustado el ruido en la música, como el sonido sucio de las guitarras eléctricas. Los conciertos de Javier Corcobado, los Pixies o los Godfathers limpiaban profundamente mi alma. Cuando uno está presente en el ruido todo es música. Un modo es contemplar el ruido con el intelecto y otro es sentir el ruido y participar en él. ¿Pero cómo sentimos el ruido cotidiano? ¿Podemos estar presentes en el ruido de nuestros smartphones?
Vivimos en un tiempo en el que el ruido tecnológico nos expulsa del aquí y el ahora. El whatsapp y las redes sociales como Facebook son ruido puro. Un ruido inhóspito que no permite que te alojes en él porque tú no eliges sino que eres elegido. Tu oreja o tus ojos te avisan de que algo ajeno y externo quiere manifestarse. En el metro observo cómo los smartphones crean poderosos campos de aislamiento. Rostros absortos en una vida pixelada. Uno cree estar en la vida pero solo está cómodamente enchufado a la cápsula de Matrix mientras vive engullido por sus pensamientos. Hacer click en un Me gusta (o no hacerlo) solo fortalece nuestra identidad de separación. Como decía Consuelo Martín, utilizar un pronombre personal como “Me” ya está debilitando mi conexión con la Unidad.
Como le ocurre a Momo, cuando me siento escuchado de forma plena y consciente se me ocurren ideas o imágenes que nunca antes se me habían ocurrido. Parece que las palabras que digo brotan para el que me escucha, como si esa escucha atenta fuera un recipiente. Cuando el otro contiene lo que digo desaparecen las fronteras que me separan de él al mismo tiempo que establezco una conexión conmigo mismo. Nunca sé qué es lo que voy a decir cuando me pongo a hablar y me siento escuchado. A veces tengo algunas ideas en la cabeza, estrellas que me orientan cartográficamente, pero el camino al que me llevan las palabras siempre es un sendero por descubrir.
Por eso me gusta tanto el término investigación que escuché por primera vez a Consuelo Martin. Hablar bajo una escucha consciente es un proceso de investigación e indagación. Una espeleología del alma. Ese es el poder terapéutico de la escucha consciente.
Así expresa Michael Ende el efecto terapéutico de la escucha consciente de Momo.
Momo sabía escuchar de tal manera que la gente perpleja o indecisa sabía muy bien, de repente, qué era lo que quería. O los tímidos se sentían de súbito muy libres y valerosos. O los desgraciados y agobiados se volvían confiados y alegres. Y si alguien creía que su vida estaba totalmente perdida y que era insignificante y que él mismo no era más que uno entre millones, y que no importaba nada y que se podía sustituir con la misma facilidad que una maceta rota, iba y le contaba todo eso a la pequeña Momo, y le resultaba claro, de modo misterioso mientras hablaba, que tal como era sólo había uno entre todos los hombres y que, por eso, era importante a su manera, para el mundo.
Las limitaciones de la escucha consciente
Las limitaciones de mi escucha son mis limitaciones para escuchar la vida. No puedo hablar de mis obstáculos como terapeuta independientemente de mis barreras como persona. Si busco la coherencia no soy uno en la consulta y otro fuera de ella. Observo esta dicotomía en mis prácticas como terapeuta en Kay Zen. Juego a descubrir las siete diferencias entre estas dos viñetas, pero no las encuentro o por lo menos no descubro diferencias sustanciales. Solo hay un Javier, un Javier terapeuta.
Todo parte del concepto que tengo sobre el proceso de aprender. Como cantaba Javier Álvarez “nos van dictando cómo nacer, cómo vivir”. Nos han enseñado que aprender significa incorporar, sumar y añadir, sin embargo aprender a ser terapeuta transpersonal significa detraer, suprimir y restar lo que no soy para encontrar, debajo del esmalte, el halcón dorado que sí soy. Solo eliminando el esmalte estoy presente.
El estado de atención plena no es un estado a conseguir durante la terapia, es un estado que incluye todos los estados del día, sean terapéuticos o no. Por eso cuando me observo como terapeuta no encuentro muchas diferencias entre escuchar de forma consciente dentro o fuera de la terapia. Por eso cada vez dudo más de lo que creo aprender o incorporar. Tal vez lo que aprendo solo sea un quitaesmalte para poder llegar a la esencia.
El principal obstáculo para mi escucha consciente es la falta de compasión, permitir a los demás ser lo que son. Lentamente disuelvo los juicios a través de la observación atenta de esos juicios. El juicio se convierte así en gasolina de amor. Si observo el juicio eso significa que tengo que expresar más amor. Ante el juicio, más amor.
Detrás de un juicio siempre hay una comparación conmigo mismo. Pero a veces no existe esa comparación sino una voracidad antropófaga, un deseo de tragarme la historia del otro para crear mi propia historia. Y si el otro no me la dice yo me la invento. Por eso soy escritor. Decía Einstein que la imaginación lo es todo. Parafraseando el título de una película de Rodrigo García hay mil cosas que diría con solo mirar a alguien, pero eso no significa que mis proyecciones se deban siempre a juicios o valoraciones inconscientes.
Los ángeles de Cielo sobre Berlín conseguían escuchar los pensamientos de los viajeros de metro, yo solo me los invento. Escribo novelas con palabras de viento mientras ejercito la compasión e intento aceptar con la misma ecuanimidad al pasajero que está leyendo El País como al que lee La Razón. Unos zapatos me bastan para construir desde una personalidad hasta una biografía y, como el Merlín de El sendero del Mago, juego a dudar entre la idea de que soy yo quien sueña mis personajes o la idea de que son ellos los que me sueñan a mi.
Un viaje en metro es un ejercicio de presencia continuo. El día que consiga dejar de proyectar estaré mirando con los grandes ojos negros de Momo. Mientras tanto cada día iré amando más y proyectando menos, pero qué es el ego sino un anhelo de lo que está fuera del halcón maltés que habita debajo del esmalte.
Gracias por escucharme
Ubuntu!!