Hablaré de cómo llegué a la psicología transpersonal desde mi propia experiencia. Creo que siempre he sido consciente de que la psicología transpersonal estaba a la vuelta de la esquina, esperando que la descubriera, pero como en el relato de Paulo Coelho, tuve que recorrer medio mundo para descubrir que el tesoro que buscaba estaba bajo mis pies. Las fuerzas de la psicología son diferentes espejos que nos sirven para observarnos desde diferentes ángulos.
Primera Fuerza: Conductismo
Comencé a ir a terapia porque tenía problemas de pareja. Ya sabéis, nacimiento, amor, trabajo, problemas de pareja y muerte. Siguiendo el guión previsto, con la crisis añadíamos un nuevo ladrillo al muro.
En la terapia, mi novio llegó a la conclusión de que yo no lo quería y abandonó la terapia y rompió la relación. No sé en qué orden. Tal vez la relación estuviera ya rota y confiara, como muchos que nos acercamos por primera vez a una terapia, en que el psicólogo iba a salvarnos del sufrimiento.
Una vez cruzados algunos desiertos y vividos todos los duelos bajo el sol, volví a la terapia con la misma psicóloga, pero ahora con otro problema: No sirvo para tener pareja. Después de la ruptura me sentía como un marciano que no entiende a los humanos. La psicología transpersonal me estaba haciendo un guiño que no podía ver. Creía que mi corazón no tenía antenas para sintonizar las frecuencias afectivas de mi novio, y tal vez las de ningún otro, porque, aunque yo me esforzaba en transmitir, parecía que no se me escuchaba. Había nacido de hojalata y no conocía a ninguna Dorothy que me llevara por el camino de baldosas amarillas al reino de Oz.
Mi terapeuta me arregló algunos cables, y la lucecita roja volvió a brillar, aprendí a confiar en mis antenas (que estaban perfectas) y empecé a lanzar mensajes en todas las redes sociales. Todo lo que necesitaba era amor. Recibirlo antes que darlo. La psicología transpersonal se alejaba de mi a gran velocidad. Malditos escarabajos e Isabel Gemio. Si no lo encontraba era porque tenía que corregir algunos comportamientos, algunos pensamientos, algunas creencias, y adoptar otros comportamientos, pensamientos y creencias, comportamientos de ladrillo en sintonía con la medidas exactas del Gran Muro. Y hallé el amor de nuevo, por supuesto, pero por puro empecinamiento en encontrarlo antes que en encontrarme.
Segunda Fuerza: Psicoanálisis
Nunca hice psicoanálisis, mis paralelismos con Woody Allen se quedan en la estatura, las gafas, la calvicie, mi temor a la muerte y mi placer en contar historias. Había comenzado a escribir ficción, relatos, eso me obligó a mirarme a mi mismo como protagonista, a observarme como intérprete, a alcanzar un estado más allá de mi, pues cuando escribía no era yo, sino otro que me trascendía. Cuando escribía yo desaparecía y experimentaba vidas ajenas con pasión y muchas veces con verdad. Entonces no sabía quién era ese otro que me dictaba, pero aprendí a observarme un poco de lejos, pues aunque lo escrito era mío, no me era fácil reconocerme en las atrocidades que contaba con tanto detalle. ¿Qué pensaría Mi Madre, si lo leyera? Jekyll estaba aprendiendo a reconocerse en Hyde. La psicología transpersonal estaba saliendo de nuevo a mi encuentro, aunque yo miraba hacia otro lado.
Tercera Fuerza: Psicología Humanista
Así, a través de la escritura llegué a la Gestalt. Qué siento, qué quiero. Conocí a mi sombra y la invité a salir, pero no conseguía quererla. ¿Cómo iba a quererla si solo me hacía sufrir? Alcancé a aceptarla. Apareció Ella Laraña, Mi Madre. Pero todo esto ya se veía venir. Poco a poco empecé a sentirme un ladrillo contento, y qué pasa si soy un ladrillo, pero la hostia fue cuando descubrí, después de una segunda ruptura, otros desiertos y otros duelos al sol, que era un ladrillo de amor, que Isabel Gemio no tenía razón y que mi terapeuta conductual tampoco. Estaba ya subido en el tren de la psicología transpersonal y yo sin saberlo. Descubrí a gran velocidad que tengo que amar a mi sombra. Que no necesito buscar amor en las redes sociales. Que yo mismo soy amor. Y, claro, el ladrillo se hinchó un poquito, pues era absorbente y poroso. Ya las medidas que el Muro le ofrecía eran muy exiguas para su nuevo corazón, que, mira por dónde, había perdido sus antenas en el camino. Y un día el ladrillo, que estaba tan constreñido en su perfecta pared, respiró profundamente, se hinchó un poquito y todo el Gran Muro saltó por los aires. Pink Floyd, lo predijo.
Y entonces pude ver fugazmente las nubes y el sol y el cielo, antes de que un niño recogiera el ladrillo y lo volviera poner en el Gran Muro. Pero ese ladrillo reciclado sabía que no era un-ladrillo-más-en-el-Muro, sino que era el Muro entero dentro del ladrillo.
Cuarta Fuerza: Psicología Transpersonal
La psicología tradicional me ayudó a aceptar mi identidad, a completar mi realización como ser humano, pero no resolvía mi único miedo: La Muerte (con M de Muro)
Muro-Cielo
Esa es la diferencia entre la psicología tradicional y la psicología transpersonal. La tradicional te enseña técnicas para conseguir lo que la psicología transpersonal te dice que ya eres. Y cómo te lo dice, pues un poco como cuando escribo ficción, a través de la observación, a través del yo testigo, dejando de identificarme con mis pensamientos y creencias adquiridas.
Que sea capaz de escribir con todo lujo de detalles un asesinato no significa que sea un asesino. Que sea capaz de dibujar al ángel más bello sobre la tierra, no significa que yo sea ese ángel caído del cielo. Solo estoy dentro de un hombre en esta Tierra. Y como hombre cualquier idea sobre mí mismo, sea ángel o demonio, no deja de ser un objeto, una imagen, una construcción. Lo que soy no puede nombrarse. Es lo que dice el Tao. Si lo nombras, se escapa y deja de ser (o algo parecido, tampoco soy Lao Tsé).
Conocía a algunos de los inspiradores de la cuarta fuerza en psicología, la psicología transpersonal: Jung, Maslow y Goleman. Me ha gustado comprobar que mis ideas sobre el peso de lo espiritual en nuestra vida estaban refrendadas por sabios, y no eran solo consecuencia de mi represiva educación católica. La idea de espiritualidad siempre se ha asociado a la religión. Como siempre he rechazado la religión, no me daba cuenta que en esa decisión arrastraba también a la espiritualidad. Aparecieron mensajeros, magos y sobre todo una Gran Maga.
El horizonte del budismo me ayudó mucho a conciliar esos dos conceptos, aunque no entiendo el budismo como una religión. Actualmente pienso que tanto Buda como Cristo, y como otros muchos, fueron seres iluminados, expresiones diferentes de un mismo Conocimiento. Me sorprendo ahora reconciliándome con pasajes o frases aprendidas en mi asignatura de religión que, con mi actual visión, pierden esa pátina de sotana de cura de pueblo (yo soy de pueblo, y los curas han diseñado buena parte de la estructura de pensamiento de ese niño pueblerino).
Pienso que la religión católica en la que me he educado es una reconducción interesada de lo espiritual para que el Gran Muro siga en pie.. Esa religión ha creado el concepto de culpa para mantener la cohesión entre los ladrillos. Estoy seguro que la religión ayuda, y ha ayudado a mucha gente a aceptar el sufrimiento y la idea de la muerte, según creo yo el Gran Miedo. Pero, al mismo tiempo, ha reafirmado, de alguna manera, la utilidad del sufrimiento. Sigo buscando mi religión.
Si lo espiritual es la lluvia, la religión es la canalización de esa lluvia hacia determinados campos que precisan de riego. Y cada canalización ha creado su propia parcela con sus respectiva flora y fauna, dioses y demonios, cielos e infiernos, premios y castigos divinos. Segmentaciones de algo que no puede dividirse, clasificarse o nombrarse. La lluvia es el concepto de unidad, aunque el propio concepto ya sea una limitación.
Espíritu es lo que no tiene límite, porque es el hilo común que sostiene todas las cabezas, (desde la del girasol a la de la hormiga) Espíritu es la única cuerda que todo lo conecta. Espíritu es el Tao, el Chi, el flujo vital, lo que siempre ha sido, es y será. (A medida que más intento definirlo más se me escapa como agua entre mis dedos)