Siempre son ellos, los ángeles grises de Cielo sobre Berlín, los que aparecen cuando pienso en acompañantes del alma: hombres anodinos en blanco y negro, sin ningún rasgo de emoción en sus miradas, ecuánimes dentro de sus abrigos pardos, austeros en los gestos. Hombres que observan en profundo silencio la grandeza de los hombres y mujeres cuando toma su fuerza de lo terrible y lo espantoso. Es una imagen poderosa que lleva resonando en mi interior los 26 años que vivo en Madrid, porque Cielo sobre Berlín fue una de las primeras películas que vi en los cines Alphaville.
No somos ángeles
¿Por qué esos ángeles que poco tienen que ver con los modelos alados y ensoñados de la Cábala o la religión católica? Ángeles en blanco y negro, negros como el músico Nick Cave (que también aparece en la película) y que nos miran entre el cielo y la tierra sin poder tocarnos, sin poder hablarnos, solo estando ahí, presentes, mientras nosotros viajamos en metro, leemos libros en bibliotecas vacías, o nos paramos en mitad de un puente pensando en abandonar la vida. No podemos verlos desde nuestro cuerpo dolor, pero nuestra alma los intuye en forma de mano invisible que nos anima a levantarnos sin empujarnos, o en forma de brazo de humo que sostiene nuestro cuerpo, sin conseguirlo, cuando ya se ha decidido saltar al abismo (porque vivir no siempre nos parece bello, querido Frank Capra)
Soy como un ángel de cielo sobre Berlín que ha tomado cuerpo, y que por eso puede hablar y tocar, soy un acompañante que puede batir sus alas. Vi esas mismas alas en mis terapeutas mientras me acompañan, cuando me sostienen desde una ecuanimidad neutra y una compasión en blanco y negro. Es la misma actitud de aquellos ángeles del Alphaville en 1989, solo que entonces yo podía verlo y comprobar su presencia, y eso me daba fuerza, mucha fuerza.
Sé que para el terapeuta mantener esa distancia con el paciente no siempre es fácil porque puede invadirle el deseo de salvar y agarrar, mientras olvida que no está acompañando solo a un cuerpo. He comprendido que la impaciencia del terapeuta ante el dolor del otro solo le señala su falta de confianza en el paciente para que él solo encuentre su camino. Me lo decía hoy mismo una compañera del curso de Terapia Sistémica. Si piensas que una constelación familiar para alguien es acercar una cerilla a una quemadura, esa persona percibirá ese mismo sentimiento. Cuando escuché esa apreciación me di cuenta de que con una actitud salvadora o protectora se está protegiendo al paciente de su propio y legítimo dolor. Y eso no es compasión.
La ecuanimidad del acompañante
Es verdad que un año después me doy cuenta de un elemento nuevo en mi concepto de acompañante del alma, un elemento que siempre ha estado porque hace más de 25 años que conozco a esos ángeles, pero que no había asumido como esencial hasta ahora. Este elemento es la ecuanimidad, las líneas rectas, la cara de palo, el blanco y negro y la ausencia de vértigo emocional mientras el cliente toma su fuerza de lo terrible de su existencia.
El acompañante del alma tiene más que ver con el monolito negro, frio, puro, zen y sagrado, de 2001, una odisea espacial, que con la imagen cálida y maternal del ángel de la guarda de nuestra infancia. Estamos acompañando el alma y no el ego de nuestro cliente. Y el alma no entiende de bondad o maldad, de frío o caliente, de alegría o tristeza, de vida o muerte. El alma es lo que nos conecta con Dios mientras suenan los timbales de Así habló Zarathustra.
. Hellinger ilustra la compasión a través de la historia de Job. Acompañar a Job, herido, sucio y desesperado no es invitarle a que abandone el estercolero en el que se ha sentado, es respirar a su lado el olor a putrefacción. Cuando el paciente viene con otoño en los ojos el terapeuta no le muestra una primavera, por mucho buen tiempo que tenga para dar. Tal vez sea preciso acompañar al paciente hasta lo más crudo del crudo invierno y observar como el vaho de su respiración se mezcla con el de la nuestra. Respetar su gélido estado aunque tengamos una estufa a su disposición. Luego, cuando el cliente esté preparado para observar los primeros brotes de su nueva estación, es posible que si sale a la calle se de cuenta de que ha salido el sol.
La presencia terapéutica
Me ha alegrado mucho comprobar que existe un nombre para explicar un estado que a veces me embarga cuando estoy acompañando a alguien, porque el oficio de acompañar es un estado antes que una decisión, y brotan las alas cada vez que alguien me comunica una inquietud o un dolor. Ese estado del que hablo me crea una sensación poderosa de levedad y equilibrio conmigo mismo, y en el que no siempre tengo claro de dónde brota lo que digo, y que, además, me llena de energía y entusiasmo. Por eso cuando me dicen que repita lo que acabo de decir no tengo claro que sea capaz de hacerlo, porque ese estado de gracia ya ha pasado, y no tengo claro de que haya sido yo quien lo ha dicho. He comprobado que se me ocurren ideas, ejemplos o metáforas que no se me habían ocurrido antes y que explican perfectamente lo que quiero transmitir, como si las imágenes que utilizo fueran las precisas para que mi interlocutor comprenda. Siento como si las palabras y los conceptos salieran de mí exclusivamente hacia el otro y que yo solo soy un intermediario de algo superior. En esos momentos me gusta decir que estoy canalizando lo que digo, y que mis palabras son pura creación del momento presente. Es una sensación de gran armonía y lucidez. Y el que tengo delante recibe lo que digo profundamente.
Recuerdo una vez hablando de la muerte con una compañera de trabajo en la máquina del café. Su madre había muerto hacía un año, pero mi conversación era, en principio intrascendente, ya que hablaba de que la muerte es tan necesaria para la vida como lo es el invierno para la primavera. A ella le pareció bella la imagen y me dijo que le gustaría pensar así sobre la muerte, luego nombró a su madre y lloró allí mismo en la salita del café. Entonces yo sentí que de alguna manera estaba sanando el doloroso recuerdo de la muerte de su madre. Estaba experimentando la presencia terapéutica. Esa idea de canal con lo superior es como se produce el verdadero acompañamiento. Recuerdo que el año pasado hablé en una reflexión de Cristal Oscuro, la película de Jim Henson, para expresar que el terapeuta es un cristal que solo refleja la luz que procede de otro lugar, y que por esa razón ese cristal debe estar lo limpio posible para evitar nublar lo que emitimos con nuestras propias sombras. Y según mi experiencia, solo perdonando el dolor y la putrefacción, puedo limpiar ese escristal.
Escuché una vez a Antonio Blay decir, refiriendose a la vocación de servicio, que primero ayudamos porque esperamos recibir algo a cambio, posteriormente ayudamos porque encontramos goce y placer en el servicio y que finalmente ayudamos porque nos damos cuenta de que estamos aquí para eso, y que ayudar es nuestra misión y nuestra alegría, ya estemos en una consulta, en el metro o en la maquina de café del trabajo. Creo que ya no puedo decir que es placer lo que encuentro en el servicio, sino alegría.
Gracias por escucharme
Ubuntu!!!